La vorágine de las PASO apenas había culminado cuando el candidato a presidente que sacó el mayor caudal de votos, Javier Milei, comenzó a disparar consignas inquietantes.
Curar versus amputar
De repente, en un programa de televisión y con un marcador negro empezó a tachar los organismos estatales que cerraría en su futura potencial presidencia (recordemos que todavía no ganó nada). Al ritmo de las tachaduras, cayó el CONICET y la polémica se instaló.
El candidato Milei tiene una capacidad innata para marcar agenda, pero no quiero referirme a él porque, al fin y al cabo, es un político que quiere ganar unas elecciones y utiliza métodos heterodoxos y disruptivos para lograr su objetivo.
Prefiero posar mi mirada en todos aquellos que se sienten atraídos por esa forma rústica de solucionar los complejos problemas argentinos y también en quienes se espantan por sus métodos, pero no son menos rústicos.
Seguramente si uno dijera que, para curar una pequeña herida en una uña, un médico indicara la amputación del brazo entero, muchos se percatarían de la brutalidad de la idea.
Esa pequeña herida se puede tratar. Una gran herida también. Solamente en condiciones muy específicas y extremas, se indicaría una mutilación.
¿Por qué tantos argentinos optan por amputar en vez de curar? Lo pregunto porque este no es un fenómeno nuevo, sino que es recurrente en la historia argentina. Las continuas interrupciones del orden democrático en el siglo XX solo se terminaron cuando llegó una dictadura tan cruel que terminó anulando ese atajo.
Los 40 años de democracia siguientes tuvieron interrupciones menos dramáticas, pero igualmente mutiladoras. Todo siempre debe reiniciarse.
¿Qué les hace pensar a tantos argentinos que la única solución es extirpar de raíz y empezar de cero, si la resultante de ese comportamiento se ve reflejada en los actuales índices de pobreza, inseguridad y atraso?
La Argentina está atrapada en un mundo infantil, en el que las soluciones mágicas siempre imperan sobre las racionales y sensatas. El impulso de tomar el atajo siempre es más atractivo porque el camino racional siempre es largo y tedioso.
Y así llegamos a CONICET. Sin conocer cómo funciona el sistema científico argentino, que ha sido modelo para casi toda América Latina, el candidato se hizo eco de un descrédito que ha venido sufriendo el organismo desde hace años, y que se profundizó en pandemia.
Vi crecer ese desprestigio y si bien muchos de mis colegas lo atribuyen a «la derecha neoliberal que siembra odio», creo que se equivocan.
Considero que gran parte del daño a CONICET fue autoinfligido. El desprestigio comenzó desde el momento en que, con la complicidad de algunos colegas y el silencio de muchos, se permitió que un partido político intentara adueñarse de un organismo que debe ser absolutamente independiente y debe respetar las ideas de todos sus integrantes.
Hoy nos encontramos ante un sector que insiste en defender en forma partidaria al CONICET, y otro que no puede entender la complejidad del sistema y pretende un día cerrarlo, otro día privatizarlo y al día siguiente apoyar solamente a las «ciencias duras».
No puedo mas que pensar que ambos son parte de ese país jardín de infantes que tan bien retrató María Elena Walsh. Niños caprichosos que no quieren escuchar al otro y solo quieren tener razón.
Por un lado, el CONICET es un organismo que siempre se ha destacado por su meritocracia y sus altos metas de exigencia. Un organismo con un sinnúmero de imperfecciones, pero con un potencial enorme para el desarrollo de la Argentina.
El mundo hoy ya se mueve al ritmo de la economía del conocimiento, y extirpar el brazo dañado que, una vez sanado, nos va a permitir aferrarnos a ese futuro es poco menos que suicida.
Por el otro lado, hay científicos que no entienden que el candidato es el vehículo, y no el inventor, de la bronca y el hartazgo preexistentes en nuestra sociedad. Dentro de ese hartazgo justificado, esa sociedad también ve a los miembros de CONICET como parte de la famosa “casta”. El candidato solamente captó el clima de época y lo utilizó.
En un grupo, donde varios científicos habían pedido que nos sumáramos a una marcha en defensa de la ciencia, escribí lo siguiente el día después:
«La próxima vez, no politicen un organismo independiente y no persigan y escrachen a los que pensamos diferente. Cómo vamos a defender ahora a un organismo cuando en 2019 un candidato a presidente escrachó a una científica anónima y todos aplaudieron? ¿O ya se olvidaron de eso? Voy a seguir defendiendo al organismo, pero siempre y cuando se respeten todas las ideas y no se persiga. Porque sí: se persiguió y se partidizó. Hoy fueron a la marcha con los deditos en V. ¿Están locos? Científicos genuflexos que no alzaron la voz sabiendo que la autorización de la vacuna Sputnik V estaba mal y Sinopharm para niños no tenía estudios. Todo para proteger sus quintitas y privilegios. Me dan asco. Verdadero asco. En la historia de la humanidad ha habido muchos casos de científicos arrodillados ante el poder para obtener prebendas. Si vamos a defender la ciencia y la tecnología, defendamos el pensamiento crítico que subyace a toda actividad científica. Piensen que la sociedad hoy no nos acompaña porque nos ve como un lugar de militancia y no un lugar de actividad científica. La próxima vez, no sean tan fanáticos, porque puede venir otro fanático igual a destruirlos».
Para finalizar, más que formular la pregunta de «cuándo se jodió la Argentina», yo preguntaría: ¿por qué Argentina insiste en autolesionarse? ¿Por qué tantos intentos de suicidio? y porque cada cierto número de años, generalmente signados por un triunfalismo fanático, decide amputar, en vez de curar, la herida.
(*) – Sandra Pitta es investigadora del CONICET.